martes, 23 de agosto de 2011

De grandes cajones

Mi abuela tenía un arca llena de vestidos inacabados. Bajos torcidos, escotes imposibles, desgarros, cremalleras rebeldes...y así, un millón de abortos. A pesar de todo, ella se había fabricado su ropero; el continente y el contenido.

Cada vez que llegaba el verano aquel enorme cajón servía también para guardar las mantas que nos arroparon durante el invierno y entonces llegaba la bofetada en forma de pespunte. Allí estaban los errados y fracasados vestidos; los que harían enrojecer a la más perfecta de las costureras. Derrota tras derrota se apilaban para dejar hueco a la ropa de invierno y con cada uno aumentaba el enfado y la autoflagelación. Pila que cada año crecía, pues siempre había una ligera inclinación en aquellas costuras que no lograba satisfacer su demesurada exigencia. Ella, que además de acumular surcos en el rostro, arrastraba pesimismo, intentaba engañarse y convencerme a mí del mismo tiro: "son mi memoria, me ayudan a no tropezar con la misma piedra" -decía y calmaba su frustración. Consuelo barato. Por supuesto, se acumularon hermanos de defecto. Descansaban uno al lado del otro, vestidos muertos de la misma enfermedad, del mismo tropiezo con la piedra de siempre, del mismo error.

El verano lleagaba y con él, el repaso vergonzoso. Aquello era, para una mujer tan entera como mi abuela, un bochorno. Afortunadamente adquirió un dominio casi perfecto en estas artes y a mis nueve años el incremento de tropiezos disminuyó hasta desaparecer. Sin embargo, la rutina estival no perdonaba.

Yo, que me ponía sus tacones y repetía sus comportamientos, me fabriqué un cajón también para mis desaciertos. No tiene paredes de madera robusta, ni huele a naftalina, pero se abre regularmente y en él escondo mis meteduras de pata.

A la anciana en la que se estaba convirtiendo, empezó a fallarle el sistema nervioso y abandonó aquella ocupación por labores que requerían menos exactitud y rigor y un día, antes de que las manos se volvieran imprecisas, en aquel estribillo veraniego, hizo desaparecer sus sofocos.

Amiga de las ceremonias alrededor del fuego donde ardían diversos enseres, enemigos del orden y la limpieza, la imaginé saltando y conjurando, observando como aquellas prendas quedaban reducidas a cenizas; ya se sabe, la ceguera no hace padecer al corazón. Desaparecidos los vestidos, yo los hacía pastos de las llamas. Sorpresa la mía, cuando, a la hora de dormir, esa misma noche, me arropó con aquel colosal trabajo de patchwork. De sus desatinos hizo jirones de tela que cosió unos contra otros para convertilos en aquel mosaico de erratas con el que me tapó.

Ahora duermo con edredones mucho menos laboriosos en la fabricación y de menos significado, que colonizan las camas de instrucciones de montaje imposibles y caigo en los brazos de Morfeo después de haber repasado los míos, mis deslices. Aún busco la manera, a modo de colcha redentora, de deshacerme de mis traspiés y dejar de almacenarlos en el cajón.


Merlot

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